Me quedé mirándolos por el retrovisor. Quería ver cuál de los tres ganaría la carrera. No fue el que alardeó sobre que esta vez no les daría ventaja. Ése parecía el mayor, no sólo porque era el más alto sino porque su rostro así lo delataba.
Tampoco fue el más pequeño de tamaño. Esa sí que fue mi sorpresa. Cuando salieron corriendo avispados, se quedó atrás y por poco se da por vencido. Pero algo hizo que rápidamente se repusiera del llanto que se avistaba y corrió tan rápido, que alcanzó hasta aventajársele al presumido y casi casi le toca los talones al mediano del grupo, el vencedor, que salió disparado con una sonrisa en el rostro, como si alguien le hubiera adivinado el futuro, diciéndole que iba a ganar...
Los miré detenidamente a los tres hasta que, despertando del letargo, recordé que tenía que entrar el vehículo en la marquesina, que me aguardaba con las puertas abiertas. Lo encendí y me quedé pensativa unos cuantos segundos más, mientras seguía mirando a los pequeños por el retrovisor. Allí supe de inmediato como titularía la historia.
Así fue como aprendí la lección: el triunfo es para los que salen adelante con una sonrisa; para los que no se dan por vencidos a pesar de tener todo en su contra; es para los que saben que sus debilidades pueden ser su mayor fortaleza. Es para los que se atreven a soñar.
Esos tres pequeños, descalzos, me mostraron a Jesús. Y yo me sentí tan inmerecidamente feliz que no pude contener las lágrimas.
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