jueves, septiembre 04, 2008

La puerta cerrada



Mi casa no es grande. De niña, solía avergonzarme de su modestia frente a las visitas de alguna amiga o compañera de clase. Aun más cuando sabía que la suyas se encontraban en mejor condición, estructuralmente hablando. Pero ese apocamiento que me invadía, eran sólo boberías e inseguridades de infancia, que gracias a Dios, se han convertido en orgullo.
Yo adoro mi casita. Lejos de ser espaciosa (como ya he dicho) y mucho menos lujosa, de cualquier manera, para mi es la más linda de todas. Ella es tal como es la familia que alberga: humilde. Sus pisos son de cemento pulido y tintado. Recientemente ve caer sobre ella el esperado “fino” que elimine sus grietas y resguarde del agua al llover a quienes conviven bajo ella. Con todo y sus imperfecciones físicas, siento entre sus paredes una cierta confianza y seguridad. Muchas cosas he vivido dentro de ellas: las peleas, los cuentos y risas en la sala por las noches, obligados por el apagón –no nos quedaba más remedio, no había televisión -, las deudas y las ganancias; los triunfos y los fracasos; las tristezas y las alegrías. De todo bajo este techo propio ¡Gracias a Dios!
En varias ocasiones, para acomodarnos en su estrechez (somos seis), ha sido sometida a martillazos y derrumbes. De todos ha salido airosa, para fortuna de sus inquilinos. Justamente, en estos días “tormentosos” a vuelto a sufrir varios “golpes” de albañil. Esta vez la transformación ha sido radical, y me ha dejado una gran marca. No puedo explicarlo bien, pero se clausuró una puerta que comunicaba los dormitorios con la sala. Claro, con la intervención de un pasillo en el caso de algunas habitaciones. El asunto es que por esa puerta solíamos “corretear” mis hermanos y yo, dando círculos alrededor de la casa y tirando gritos cuando a uno se lo ocurría la brillante idea de atraparnos corriendo en sentido contrario. Mi mamá no solía perder la paciencia con nuestros juegos y escándalos, salvo cuando se convertían en peleas. Llegan tanto recuerdos a mi mente… que no habría espacio para todas esas ocurrencias de mocedad.
Con la clausura de esa “abertura” siento como si algo en la historia de mi vida, de mi familia, también claudicara. Ya no somos niños. Hemos crecido (mis hermanos y yo). Sólo a mi me persigue la ingenuidad y el corazón de niña, de los que estoy segura nunca escaparé. Pero algo realmente termina y siento que un futuro incierto toca ahora otra puerta cerrada, que a diferencia de la otra, nunca ha sido abierta. Me toca a mí hacerlo.
¿Qué me espera? Me pregunto. No me queda más que esperar, que al menos parte de mis sueños se puedan hacer realidad.

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