De niña solía jugar mucho al "veo veo", sobre todo cuando no había luz y mi papá no nos dejaba salir a jugar con nuestros amiguitos del barrio.
Para los que no conocen de que se trata este juego les explico que, primero, es muy fácil. Se puede jugar de dos o más personas; no hay límites. A quien le toca decir "veo veo" tiene que dar la inicial de la palabra de ese objeto que ve, y el resto tiene que adivinar de qué se trata haciéndole una serie de preguntas respecto a las características de ese objeto. Al que gane le toca poner a adivinar a los demás. Si nadie gana, él mismo sigue invicto hasta que pierda o hasta que quiera. Al menos así lo jugaba yo.
No sé por qué hoy, al leer la lectura del día, me acordé del "veo veo". De aquellas noches que completamente a oscuras, jugaba con mis hermanos, meciéndome a toda velocidad en una mecedora, impulsándome con los pies, mientras miraba fijamente a todos lados para adivinar el dichoso acertijo. Era muy raro que yo logrará ganar. Y cuando al fin lo hacía, mi objeto no era lo suficientemente difícil como para burlar el ingenio de mis jugadores.
Cuando leí el salmo descubrí la posible razón de mis desaciertos. "En ti Señor tengo fijos mis ojos"... De pronto recordé cómo mi mirada y mi mente no se concentraban en el objetivo: fijarme en encontrar el objeto. Siempre he sido muy avispada, inquieta... y eso también es una característica mental. Mis pensamientos siempre van rápidos, vagando por todos los lugares, agolpados juntos, unos tras otro sin pausa. Pienso y pienso y a veces creo que no pienso en nada. Me agoto porque no me concentro por partes sino en todo. Un defecto hace poco descubierto por mi, pero hace mucho descubierto por mi madre.
Cuántas veces no encontramos o alcanzamos nuestros objetivos porque andamos muy distraidos. Nos falta disciplina, concentración, visión, determinación. Ahora recuerdo que solía darme por vencida cuando no adivina de una vez. Recuerdo que mi hermano me regañaba y me decía que tenía que ser paciente y pensar. "Piensa, piensa, no te rindas", me decía.
Yo pataleaba, amarraba los brazos enojada. Y ya, se acabó el juego. Pero mi hermano insistía, y hasta me daba algunas pistas más para que adivinara. Cuando lo lograba me sentía avergonzada. Primero, porque a fin de cuentas se trataba de algo facilísimo. Segundo, porque no había tenido el deseo de seguir y me quejaba antes de tiempo.
Le doy gracias a Dios porque ha puesto a mi lado personas que, cuando he tenido el deseo de desistir y abandonar el juego, me insisten, me ayudan, me soportan mi rabietas de niña malcriada (que es con todo lo peor) y me perdonan cuando, en mis arrebatos, suelo arrasar como huracán con lo que me queda por delante.
Quiero decir como San Pablo: "Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos por la predicación del Evangelio, sostenido por la fuerza de Dios. El nos ha salvado y nos ha llamado a llevar una vida santa, no por nuestros méritos, sino por su propia determinación y por la gracia que nos ha sido dada, en Cristo Jesús, desde toda la eternidad.
Por este motivo soporto esta prisión, pero no me da vergüenza, porque sé en quién he puesto mi confianza, y estoy seguro de que él con su poder cuidará, hasta el último día, lo que me ha encomendado".
Dios, quiero fijar mi mirada en Tí. No quiero cansarme en adivinar tu presencia en mi vida, aun cuando crea que no estás, que te has desaparecido. Gracias por los amigos de juego que me regaleste, porque si no logro adivinarte, con sólo verlos a ellos y escucharlos, es como si te viera y te escuchara a Ti.
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